jueves, 2 de octubre de 2014

El mensajero

Ya era de noche, y los rayos de luna entraban por la ventana iluminando mi habitación. Aprovechaba esa luz para leer mientras lo esperaba, hasta que se apareció en la oscuridad; allí donde el halo de luz no alcanzaba.
Nos saludamos con una mirada y una sonrisa. Me vestí y nos fuimos a caminar. Nuestras charlas solían ser lo suficientemente larga como para que pudiéramos hablar de todos los temas que nos afectaban.
Esa noche me confesó que iba a ser la última vez que nos íbamos a ver. Ninguno de los dos teníamos la voluntad de hacerlo, pero él tenía obligaciones mucho más fuertes y yo no podía detenerlo.
Realmente, fue la más triste de las caminatas. Sentía que una etapa de mi vida se cerraba, y que la iba a extrañar toda mi vida.
Como podía observar mi corazón, se dio cuenta de la tristeza que estaba sintiendo. Entonces, de su bolsillo sacó una luz, la puso sobre mi cabeza y me hizo jurar que la iba a cuidar por siempre. Como yo no sabía cómo hacerlo, me dijo que apartara de mi la tristeza y los malos pensamientos; que no tuviera rencor ni odio, porque eso la apagaría, si lograba conservarla prendida me iba a guiar en los momentos más difíciles.
Un gran sentimiento de alegría me invadió, y cuando abrí los ojos ya no estaba. Sólo pude ver en la luna la alegría de iluminar en la oscuridad; en las flores, el trabajo orgulloso y fundamental de alegrar los campos y la vida; y en el cielo, el rincón más maravilloso de todos donde se guardan todas esas cosas que apreciamos y amamos con el alma.
Esa noche volví a mi cama sabiendo que iba a tener que continuar el camino del mensajero. Poner luz en las mentes más apagadas.

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